Mireia, la profesora fluorescente

En lo más céntrico de un pequeño pueblo de carretera a las afueras de Madrid, se erguía la imponente figura de la Escuela Primaria de San Alberto. En ella, destacaba en frescura y esbeltez la profesora Mireia, una mujer alta, delgada y de una inteligencia deslumbrante. Su reputación como maestra era impecable pese a su lozanía y juventud de veinteañera, y su vida privada estaba envuelta en un misterio a priori irrelevante y anodino. Sin pareja conocida, asistía a las cenas de Navidad y comidas de verano sin nadie de la mano.

Mireia, en apariencia tan segura y serena, guardaba un secreto que la atormentaba noche tras noche. Era un secreto que, de salir a la luz, podría desmoronar también su vida pública. Nunca llevaba vestidos ligeros ni pantalones livianos de algodón. Quizá por pudor, pensaban, nunca había hecho pis delante de ninguna amiga en cualquiera de los fines de semana que hacían senderismo durante horas por la abrupta sierra. Siempre encontraba explicación para haberse adelantado lo suficiente en el camino o haberse rezagado en un escondrijo de matorrales y arbustos sin motivo aparente. 

De niña era poco pudorosa y en las excursiones colegiales o los vestuarios de la piscina poco le importaba que la vieran desnuda. De esa época sólo guarda una amistad, su compañera de relevos de natación, Isabel. Pasaron juntas los años de bicicletas al sol, de vueltas comiendo pipas por el pueblo, los de los inolvidables y nerviosos primeros coqueteos con chicos de su edad. En plena pubertad y tras la primera menstruación, Mireia entendió que lo que le estaba pasando no era habitual ni aparecía recogido en ningún rincón de Internet. Tras aquella ducha en el baño familiar, sintiéndose ya una mujer plena, se asustó al ver que el interior de su vagina era de un potentísimo rosa fluorescente. Un fenómeno tan inusual como deslumbrante. La luz que desprendía era tal que, siendo de día, escapaba el fulgor por la rendija bajo la puerta del baño.

Lo intentó por primera vez a sus 17 años, bajo el sol de primavera, tumbada en el césped del parque municipal. Confió en el instinto y quiso creer que podría no ocurrir en esas ocasiones o disiparse con tanta luz natural. Le permitió jugar con la cintura de sus leggins, ver el estampado de sus braguitas y vislumbrar El Dorado por primera vez. Él, atolondrado y excitado, sugirió que sería mejor que ella le acariciara.

Ninguno de sus amantes podía contener la sorpresa al descubrir aquel espectáculo tan surrealista. Los murmullos y las miradas incrédulas se cernían sobre Mireia como una maldición. ¿Cómo podía ser tan radiante en su vida pública y tan peculiar en la privada? La desgraciada Mireia se debatía entre el deseo de encontrar la felicidad y el miedo a ser juzgada por algo tan fuera de lo común.

Decidida a encontrar al amante que pudiera aceptarla tal y como era, Mireia se embarcó en una búsqueda tan enigmática como su propia vida. Probó con hombres y mujeres de distintos estratos sociales, edades y gustos, pero nadie parecía estar a la altura de aceptar su singularidad. Había quien huía despavorido, otros la miraban con una mezcla de incredulidad y admiración, pero ninguno lograba ver más allá de la luz fluorescente que emanaba de su ser.

Desesperada, Mireia se sumergió de nuevo en artículos médicos de internet, en foros especializados y por último en los libros antiguos de la biblioteca en busca de respuestas. Leyendas olvidadas, cuentos de hadas y mitos ancestrales se convirtieron en su único refugio. Entre las débiles y usadas páginas, encontró una antigua profecía que hablaba de una criatura única, cuya luz haría de guía para encontrar el amor verdadero. Sería un individuo con un precario sentido del equilibro, de hermosura distraída y corazón herrumbroso.

Inspirada por aquellas palabras milenarias, Mireia decidió no rendirse. Siguió buscando incansablemente, alimentando la esperanza de encontrar al elegido que fuera capaz de ver más allá de su íntimo resplandor fluorescente. Y fue así como, una noche oscura y estrellada, se citó con un perdedor de Tinder en la placa del kilómetro 0 de la Puerta del Sol. 

Después de un rápido cóctel con hierbabuena, él pagó una hora en el tercer piso que hacía funciones de pensión. Y fue hacia la luz.

Era un hombre de mirada estrábica y gesto sufrido, que la observaba con una calma inusual. Sin titubear ni una sola vez, le tendió la mano, sin apartar la vista de su resplandor. «He estado buscándote», fueron las únicas palabras que pronunció antes de que sus labios se unieran en un beso lleno de magia y complicidad.

Mientras él conquistaba el Sol, Mireia supo que había encontrado al amante idóneo, aquel que convertía su luz en sombras chinescas. La vida a su lado sería amor y aceptación. Juntos, emprendieron un viaje hacia un destino desconocido, dejando atrás el peso de los prejuicios y las miradas curiosas. Y en esa noche, bajo el manto estrellado, Mireia encontró la plenitud que tanto había anhelado, en los brazos del único hombre capaz de avivar el resplandor.

Mireia, la profesora fluorescente por Cruzowski tiene licencia CC BY-NC-ND 4.0